Entramos en la biblioteca y observo cómo tras la mesa de préstamo él la saluda con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa cálida con la que mi amiga Sara se ruboriza al instante. Baja la mirada hacia su bolsa y saca un libro que deposita con cuidado sobre la mesa.
—Para devolver—le dice fugaz.
Mientras él comprueba a través del ordenador los datos, Sara estrecha discretamente mi mano, haciéndome partícipe de su intensa emoción.
—Muy bien—Le responde él con abierta complicidad, y con un movimiento casi imperceptible extrae del libro un papel que guarda a buen depósito en el interior de otro libro.
Llevan semanas con esa especial correspondencia que de tan íntima , la simple idea por mi parte de proponer un paso adelante se me antoja una intromisión y por miedo al equívoco mantengo un silencio y una compostura inquieta para alguien como yo, espectadora ávida de vivir esos instantes.
De nada sirve la estipulada y rutinaria exigencia universitaria de horas de estudio, ella se dirige decidida a las estanterías en donde descansa la poesía, su lectura favorita. Mis palabras, en vago intento por rescatarla hacia la realidad, se dispersan sobre la gran sala y resuenan a eco, dando margen a mi paciencia.Sara pasea sus manos por el dorso de los libros y por fin se decide: escoge a Pessoa. El volumen del libro es tan extenso que pienso por un momento que su interior equivale sin duda a los días del préstamo y satisfecha con la elección me susurra al oído: un poema...y una cita.
Rosa
Rosa
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